En la hora dorada que precede la noche,
cuando el cielo se viste de tonos inciertos,
los ecos de un crepúsculo se despliegan,
dibujando sombras que tiemblan en el aire.
Los campos se visten de silencio profundo,
y las hojas, en danza de despedida,
susurran secretos de tiempos olvidados,
de historias perdidas en la bruma del alma.
El sol, en su descenso, es un pintor eterno,
que mezcla naranjas, violetas y oro,
mientras el horizonte se abre en un suspiro,
como un libro que revela sus páginas más ocultas.
Los ríos, en su curso tranquilo, murmuran
un canto que es tanto lamento como alegría,
reflejando el cielo y las estrellas nacientes,
como guardianes de un sueño aún por desvelar.
Las montañas, viejas como el tiempo mismo,
se alzan en majestuosidad serena,
y sus cumbres, cubiertas de nieve antigua,
son faros de un pasado que nunca se apaga.
Los árboles, con sus ramas extendidas,
se convierten en los brazos del atardecer,
acogiendo a las aves que vuelan en círculos,
buscando un refugio en el manto de la noche.
Las estrellas, tímidas al principio, emergen
como joyas que la oscuridad engasta,
y cada una cuenta una historia infinita,
de sueños y esperanzas, de amor y olvido.
En el horizonte, donde el día se encuentra con la noche,
se abre un umbral de posibilidades inexploradas,
y el corazón del hombre, en su latido constante,
late al ritmo del universo y sus misterios.
Así, en la quietud de este crepúsculo eterno,
donde la realidad se disuelve en lo sublime,
los ecos de un mundo invisible susurran,
prometiendo un amanecer lleno de promesas.
Y en este instante fugaz, eterno e inmenso,
donde el tiempo parece detenerse para respirar,
nos convertimos en parte de la danza infinita,
del crepúsculo eterno que nunca deja de ser.